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¿Pueden las calamidades considerarse castigo de Dios?

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Los castigos de Dios
¿Puede Dios castigar? ¿Pueden los desastres, naturales o provocados por el hombre, considerarse un castigo de la Providencia?

La pandemia del COVID-19 ha vuelto a poner sobre la mesa un tema que ya en los últimos años había sido objeto de un acalorado debate: los castigos divinos. ¿Puede Dios castigar? ¿Pueden los desastres, naturales o provocados por el hombre, considerarse un castigo de la Providencia?

“En ese tiempo escudriñaré con lámparas a Jerusalén y pediré cuenta a los hombres que se sientan sobre sus heces, los que dicen en su corazón: El Señor no hace ni bien ni mal” (Sofonías 1, 12).

Esta es la terrible advertencia de Sofonías a los hombres que dicen “Dios no puede castigarnos”. Sobre ellos, continúa el profeta, caerá “un día de cólera, de angustia y de congoja; día de destrucción y de ruinas, de sombras y tinieblas; día de nubarrones y neblina, día en que suena el clarín en lo alto de la muralla y da la alarma en todas las fortalezas” (Sofonías ​​1, 15-16).

La pandemia del COVID-19 ha vuelto a poner sobre la mesa un tema que ya en los últimos años había sido objeto de un acalorado debate: los castigos divinos.

¿Puede Dios castigar? ¿Pueden los desastres, naturales o provocados por el hombre, considerarse un castigo de la Providencia?

La negación de la posibilidad que Dios castigue

Si bien el Magisterio pontificio y el consenso de los Doctores hayan sido claros y constantes durante dos mil años, respondiendo a las dos preguntas afirmativamente, la mentalidad relativista y ecuménica moderna ha cambiado por completo el criterio.

“Los terremotos, los huracanes y otros desastres, que golpean al mismo tiempo a culpables e inocentes, jamás son un castigo de Dios. Decir lo contrario es ofender a Dios y a los hombres”, ha afirmado el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa pontificia, en la homilía en presencia del Papa en el Vaticano, con motivo de la celebración de la liturgia del Viernes Santo. No solo negó que, en concreto, la actual pandemia pueda ser considerada un castigo divino, sino que afirmó un principio general: “Los desastres no son jamás un castigo divino”. Implícitamente, se rechaza la propia idea de castigo. Pero no es el único.

“La idea de castigo divino, especialmente a través de una situación dramática como la que estamos viviendo, no hace parte de la visión cristiana”, sentencia el cardenal Angelo Scola, arzobispo emérito de Milán. “Es pagano pensar en un Dios que envía flagelos”, reitera su sucesor, Mons. Mario Delpini. “No es Dios quien nos castiga”, agrega el obispo de San Miniato, Mons. Andrea Migliavacca. “Muchos se han preguntado si este virus es un castigo. La respuesta es NO. No es un castigo. Jesús en varias ocasiones dejó claro que no hay relación entre el pecado cometido y el mal sufrido”, profundiza Mons. Angelo Spina, arzobispo de Ancona-Osimo. “Esta pandemia no es un castigo”, concluye Mons. Paolo Giulietti, arzobispo de Lucca.

El pecado de las naciones y sus castigos

Los ejemplos podrían multiplicarse. Estamos presenciando una especie de competencia para ver quién niega de modo más contundente que esta epidemia pueda considerarse un castigo divino. Se llega al extremo de decir “Dios no castiga”. Punto. Y no puede castigar porque, como afirma Mons. Enrico dal Covolo, ex Rector Magnífico de la Pontificia Universidad de Lateranense, “Dios es amor… el coronavirus no es un castigo divino”.

El Magisterio de la Iglesia

Esto está en contradicción con el Magisterio de la Iglesia y el consenso de los Doctores, sin mencionar las diversas apariciones reconocidas por la Iglesia, en las que Nuestra Señora habla explícitamente de castigo. El pensamiento de la Iglesia siempre ha tenido en cuenta, al menos como una hipótesis teológicamente válida, que una calamidad pueda también interpretarse como un castigo divino, del cual Dios hace derivar un bien: la conversión de los pecadores arrepentidos. Las citas de los Papas, Padres, Doctores, Santos y Concilios en este sentido serían infinitas. Una de muestra. En la audiencia general del 13 de agosto de 2003, el Papa Juan Pablo II declaró: “Dios recurre al castigo como un medio para llamar al camino recto a los pecadores sordos a otros llamados”.

Hoy, sin embargo, hay una especie de Inquisición que castiga duramente a quienes se atreven a decir que Dios castiga. Ellos pueden castigar, Dios no. ¿Por qué esta saña?

Sin juzgar las intenciones, permítasenos levantar una hipótesis.

El ‘pecado social’

Estrictamente hablando, el pecado solo puede ser cometido por una persona dotada de responsabilidad moral. Sin embargo, se puede hablar analógicamente del pecado colectivo o social. “Podemos y debemos hablar en el sentido analógico del pecado social, y también del ‘pecado estructural’, ya que el pecado es propiamente un acto de la persona”, enseñaba el Papa Juan Pablo II en el discurso de clausura de la VI Asamblea General del Sínodo de los Obispos, el 29 de octubre de 1983. Un ejemplo sería el aborto. Uno es el pecado personal cometido por quienes practican o inducen al aborto: la mujer, el médico, el enfermero, el asistente social que orientó a la mujer hacia el aborto, etc.; otro es el pecado de una sociedad en la que el aborto se ha convertido en ley del Estado, con financiamiento público y facilidades. Esto analógicamente constituye un “pecado social”.

Según la doctrina de la Iglesia, magníficamente expuesta, por ejemplo, por San Agustín, este tipo de pecado social o estructural merece castigo en esta tierra, ya que las sociedades no tienen un alma inmortal y, por lo tanto, no pueden ser recompensadas o castigadas en el más allá. Las guerras y las desgracias, por ejemplo, pueden constituir castigos divinos por los pecados colectivos de los hombres, con los cuales Dios los llama amorosamente a la conversión.

En Fátima, Nuestra Señora habló claramente de las dos guerras mundiales del siglo pasado, y luego del comunismo, como “castigos por los pecados de la humanidad”.

Un pecado colectivo

¿Qué pecado colectivo atraería toda esta serie de castigos?

No es difícil identificarlo en la situación creada, desde hace ya siglos, por  esa crisis que los Papas y los pensadores católicos han llamado Revolución. Una revolución de carácter liberal e igualitario que, hundiendo sus raíces en lo más profundo del alma humana, se extiende a todos los aspectos de la personalidad del hombre contemporáneo y a todas sus actividades. Esta crisis, por desgracia, ha penetrado hasta en el recinto sagrado de la Santa Madre Iglesia, precipitándola en ese proceso de “auto-demolición” denunciado por el Papa Pablo VI.

En este contexto, “convertirse” significaría rechazar este proceso revolucionario secular, proclamando exactamente lo contrario. “Si la Revolución es el desorden, la Contrarrevolución es la restauración de la Orden – explica Plinio Corrêa de Oliveira. Y por Orden entendemos la paz de Cristo en el Reino de Cristo. Es decir, la Civilización cristiana, austera y jerárquica, sagrada en sus cimientos, antigualitaria y antiliberal”.

Sin embargo, esto implicaría repudiar aspectos dominantes de la tan venerada “modernidad” y de su versión eclesiástica, el “aggiornamento”. Y esto, claramente, no se quiere. Entonces, “todo estará bien”, “Dios no castiga”. Es un pacto infame entre ciertos cuerpos laicos y algunos eclesiásticos para mantener a nuestra sociedad en los rieles de la Revolución. ¿Qué diría el profeta Sofonías?

Por nuestra parte, debemos aprovechar la pandemia para golpearnos el pecho y rezar: «Dios mío, me arrepiento y lamento con todo mi corazón mis pecados, porque al pecar merecía tus castigos, y mucho más porque te ofendí, a Ti, infinitamente bueno y digno de ser amado por encima de todo. Propongo con tu santa ayuda nunca más ofenderte y huir de las ocasiones próximas del pecado. ¡Señor, misericordia, perdóname! »

Julio Loredo

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17/05/2020 | Por | Categoría: Coronavirus

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