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La hazaña de dar una absolución

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En el cerco de Maastricht, el P. Juan Fernández, avanzó bajo la metralla de los enemigos para dar la absolución a los moribundos: «Confesad que esta vez fue mayor hazaña echar una absolución, que escalar un baluarte…»

 El sitio de Maastricht,  En el año 1579 los tercios españoles sitiaron durante casi cuatro meses, y finalmente tomaron la ciudad
El sitio de Maastricht

El 8 de abril de 1579 notábase una extraordinaria animación en el real de las tropas acampadas al pie de los muros de Maastricht.

Dirigía y animaba a todos un caballero, que era Alejandro Farnesio, Duque de Parma y de Plasencia, Gobernador general de los Países‒Bajos en nombre de Su Majestad Católica el rey D. Felipe II, el Prudente.

Destacábanse en el fondo los negros muros de Maastricht, la triste ciudad afligida entonces por el triple azote de la guerra, el hambre y la herejía. La soldadesca hereje había saqueado los templos católicos, destrozado las imágenes, y puesto algunas de ellas en las baterías y murallas a donde era más de temer la arcabucería y artillería de los españoles. Una de gran tamaño y hermosura que representaba a la Virgen María sosteniendo en brazos a su divino Hijo. Sacrílega provocación, que despertó en el campo católico esa santa ira, madre siempre de grandes acciones; esa santa ira, que no comprende la cobarde indiferencia de nuestra época, y la llama por eso intolerancia y fanatismo.

Había sonado ya el toque de retirarse a sus respectivos cuarteles. Hallábase una multitud de soldados, formando un gran corro. Veíase en medio a un hombre de pequeña estatura y débil aspecto, subido sobre un tambor, vistiendo la sotana de la Compañía de Jesús, y, enarbolando un crucifijo, predicaba a los temibles tercios la palabra divina, preparándolos a morir para enseñarles a vencer. Era el P. Juan Fernández.

Y aquella turba de hombres aguerridos, feroces muchos, procaces no pocos, en la virtud rarísimos, escuchaban con la cabeza baja aquellas tremendas verdades. Muchos que obraban mal, sabían que mal obraban, y temían la censura pública; y esta convicción y este temor dejaban abierta la puerta a la vergüenza, que engendra el arrepentimiento, que pide y alcanza el perdón y asegura la enmienda.

Habíase ya puesto aquel sol que para muchos no volvería a lucir, y los muros de Maastricht. La imagen de María colocada sobre el baluarte.

Volvióse el jesuita indicando con el dedo hacia imagen de María colocada sobre el baluarte, y dijo:

‒¿Quién no tiene ánimo para rescatarla?

Un alférez que escuchaba, exclamó:

‒Jamás pise yo tierra de Castilla, si ese Juan Fernández no tiene por más fácil escalar un baluarte que echar una absolución!…

Soy el P. Juan Fernández, que viene a confesaros, para que salvéis vuestra alma...
Soy el P. Juan Fernández, que viene a confesaros, para que salvéis vuestra alma…

Era el alférez Alvar de Mirabal, que después de confesarse con el jesuita, había jurado a sus pies morir en el asalto, o rescatar la imagen de María que los herejes profanaban.

Madrugó más la artillería enemiga que la de los católicos. Resonaban los cañones de las baterías, roncos cual los truenos que preceden a una tormenta: a eso del mediodía se divisó, entre el humo de la pólvora, cuarteada la muralla. Alejandro hizo una señal, y cien cajas y cien clarines hicieron resonar a un tiempo. El asalto comenzaba.

Vióse entonces a un hombre que pareció cruzar los aires desde las trincheras católicas a la batería del Burgo: viósele vacilar un momento, pero después el guerrero agarróse a la imagen y dejóse caer con ella desde lo alto de la batería, y rodando sin soltarla, llegó a las trincheras del campamento gritando ‒¡Santiago!… ¡Virgen María!‒

Era el alférez Alvar de Mirabal, que había cumplido su juramento.

Peleaban mientras tanto sitiados y sitiadores en ambas brechas, con gran carnicería de ambas partes. Los montones de cadáveres atravesados en la brecha, para los católicos la dificultad de la entrada, para los herejes la facilidad de la defensa.

Después de terribles combates, la victoria se había hecho imposible, y Alejandro Farnesio mandó por aquel día retirar el asalto.

Preguntó entonces Alejandro por el P. Juan Fernández; mas éste no parecía. Todos le habían visto durante el asalto acudir a los sitios de más peligro, en compañía de los otros misioneros, para retirar a los heridos y auxiliar a los moribundos. Tan sólo un soldado viejo dijo que media hora antes le había interrogado el jesuita minuciosamente, acerca de la posición del foso de la puerta del Burgo, en donde habían quedado abandonados tantos heridos, sin auxilio de ningún género.

‒ ¡Vedle! ¡Vedle!… ¡allá va! ‒gritaron entonces varias voces.

Y los que estaban en lugar más elevado pudieron ver al P. Juan Fernández, que traspasando las trincheras del campamento, se dirigía solo, sin prisa, sin temor, sin más arma que un crucifijo pendiente del cuello, hacia el foso de la puerta del Burgo. Los herejes le vieron venir desde el muro, y dispararon contra él un falconete. Mas el jesuita siguió adelantando impávido, sin apresurar el paso y sin retenerlo tampoco. Los herejes lanzaban gritos de furor, y los católicos le veían marchar reteniendo hasta el aliento, porque adivinaban su heroico designio. Al llegar al foso sonó una descarga de mosquetería, y el jesuita cayó exánime al borde y rodó después al fondo, quedando inmóvil sobre un montón de muertos.

 El Duque de Parma, Alejandro Farnesio
Tomó Alejandro Farnesio con su mano cansada de pelear aquella otra mano cansada de bendecir

Las sombras de la noche extendieron poco a poco sus tinieblas sobre aquel campo de desolación, y entonces pudo verse que no había desamparado el ruin cuerpo del jesuita el alma heroica que lo animaba: levantó con precaución la cabeza de la almohada de muertos en que se apoyaba, y escuchó ávidamente si se oía en el revellín del foso algún rumor de herejes. Nada se escuchaba: sentóse entonces con presteza y estiró sus miembros entumecidos por aquella hora larga de inmovilidad absoluta, en que se había fingido muerto para escapar del fuego de los herejes. Comenzó entonces a remover a tientas aquellos fríos cadáveres, diciendo en voz queda:

‒Hermano, ¿vivís?… Soy el P. Juan Fernández, que viene a confesaros, para que salvéis vuestra alma…

A veces nadie respondía; a veces un quejido revelaba la presencia de un cuerpo, que sufría aún los rigores de la vida; de un alma a quien todavía era tiempo de enviar al cielo. Entonces se arrastraba el jesuita en aquella dirección, y repetía su temerosa pregunta: un segundo quejido contestaba, y al punto removía en la oscuridad los cadáveres que oprimían al herido, colocaba su oído junto aquellos labios moribundos, oía sus pecados, y dándole la absolución, le abría las puertas del Cielo.

Mártires y violadores del secreto de confesión

Así recorrió de un cabo a otro cabo toda aquella parte del foso, confesando a cuarenta y dos moribundos. Acabada aquella tarea, a la vez sublime y espantosa, trepó con gran trabajo al borde del foso antes de que clarease el alba, y ensangrentado, cubierto de lodo, exánime, sin fuerzas para sostener el crucifijo que llevaba, volvió a los reales.

Las avanzadas de las trincheras le recibieron con gritos de alegría y entusiasmo, que llegaron a oídos del Duque de Parma, que en aquel momento montaba a caballo para dirigir la mudanza de las baterías que habían de proteger el segundo asalto. Dirigióse en persona a recibir al P. Juan Fernández, y se apeó de su hacanea blanca, al divisarlo entre un grupo de oficiales y soldados que le conducían victoreándole. Tomó Alejandro Farnesio con su mano cansada de pelear aquella otra mano cansada de bendecir, y la llevó respetuosamente a sus labios: condújole luego hasta su propia hacanea, y le dijo:

‒Subid, P. Juan Fernández, y encaminaos a mi tienda, que allí encontraréis apercibimiento.

Y volviéndose al nuevo capitán Mirabal, que entre otros muchos allí había acudido, añadió:

‒Tenedle vos el estribo, Alvar de Mirabal, y confesad que esta vez fue mayor hazaña echar una absolución, que escalar un baluarte.

R.P. Coloma S.J.

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26/08/2023 | Por | Categoría: Formación Católica
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