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El privilegio de la Inmaculada Concepción (Podcast)

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Ud., mamá o abuelita que nos oye, quizás recordará una propaganda de fines de los años 1968 ó 1969, de un detergente que dejaba la ropa limpia de las manchas y más blanca: ella decía: “cuando una mamá se preocupa más, se nota”.

Retablo de la Inmaculada Concepción, Sevilla, España

La afirmación estaba bien escogida: la preocupación de una madre hacía que ella buscara los mejores medios para dejar blanca la ropa de sus hijos. La propaganda unía la idea de cariño a la de blancura. El amor de una madre dejaba blanca la ropa de sus hijos.

En realidad, en todas las épocas y en todos los tiempos los hombres han sentido la necesidad de la limpieza y de la blancura. Las civilizaciones se reconocen en la medida que aprecian y valoran la pulcritud. La limpieza es el lujo de los pobres, dice un antiguo proverbio.

Ahora bien, ese deseo de limpieza física está asociado a un deseo más íntimo en el hombre, que también forma parte de todas las culturas y civilizaciones. Es el deseo de la blancura interior.

Todos los hombres sentimos en nuestro interior la inclinación al mal, y cada vez que consentimos a sus solicitaciones, notamos que una mancha ensucia el interior de nuestras almas. De esta triste realidad, todos tenemos la experiencia.

El gran moralista italiano del siglo XVII San Alfonso María de Ligorio decía que los únicos que estaban sin pecados de los cuales recriminarse, eran aquellos que aún no tenían uso de razón y los que lo habían perdido.

De ahí que la idea de la purificación es inherente al hombre en todos los lugares y tiempos. Ella estaba también muy extendida entre los hebreos, griegos y romanos. El Antiguo Testamento narra las ceremonias de purificación que practicaban los judíos, inmolando un cordero inocente.

En el Apocalipsis de San Juan dice: «Éstos son los que han lavado y blanqueado sus vestiduras en la Sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios»

Los pueblos paganos buscaban la purificación a su modo. Los romanos, por ejemplo inmolaban a un hombre cuya muerte creían que purificaba a todo un pueblo. Los druidas se bañaban con el agua de rosas y miel unas horas antes de la puesta del sol del 27 de diciembre. Terminado el baño, se vestían con túnicas negras y entraban al bosque más profundo para poder estar rodeados de naturaleza y poder llevar a cabo una suerte de meditación a fin de entrar en contacto con ella.

Más cerca de nosotros, los aztecas hacían permanentemente sacrificios humanos para agradar a sus dioses macabros, y así evitar que éstos se vengaran por los males que ellos mismos habían cometido.

En verdad, varía el tipo o la forma de los rituales, pero en todos los pueblos existe la idea de que el hombre no está limpio y que es necesario alcanzar esa limpieza original. La idea del pecado nos acompaña desde que nuestros primeros Padres, Adán y Eva, desobedecieron el mandato de Dios, “no comerás de este fruto”.

El castigo de esa desobediencia, “ganarás el pan con el sudor de tu frente, y tendrás tus hijos con dolor”, lo recibieron ellos y sus descendientes, es decir, cada uno de nosotros.

Sin embargo, el anhelo del orden y de la limpieza interior no desaparecieron del hombre. Y de ahí que siempre en todos los tiempos y lugares los hombre anhelamos recuperarla o encontrar a alguien que la posea.

La Iglesia católica, como Madre y Maestra de la Verdad, definió el año de 1854 el dogma de la Inmaculada Concepción que sostiene que María Santísima, Madre de Jesús, a diferencia de todos los demás seres humanos, no fue alcanzada por el pecado original sino que, desde el primer instante de su Concepción, estuvo libre de todo pecado.

Al desarrollar la doctrina de la Inmaculada Concepción, la Iglesia Católica contempla la posición especial de María por ser madre de Cristo, y sostiene que Dios preservó a María libre de todo pecado y, aún más, libre de toda mancha o efecto del pecado original, en atención a que iba a ser la madre de Jesús, que es Dios encarnado. La doctrina reafirma con la expresión «llena eres de gracia» (Gratia Plena) contenida en el saludo del arcángel San Gabriel, y recogida en la oración del Ave María, este aspecto de ser libre de pecado por la gracia de Dios.

La definición del dogma fue proclamada por el Beato Pio IX, en la bula Ineffabilis Deus (Dios inefable), el 8 de diciembre de 1854. En ella el Papa proclama:

“…Para honra de la Santísima Trinidad, para la alegría de la Iglesia católica, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, con la de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra: Definimos, afirmamos y pronunciamos que la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original desde el primer instante de su concepción, por singular privilegio y gracia de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo-Jesús, Salvador del género humano, ha sido revelada por Dios y por tanto debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles. Por lo cual, si alguno tuviere la temeridad, lo cual Dios no permita, de dudar en su corazón lo que por Nos ha sido definido, sepa y entienda que su propio juicio lo condena, que su fe ha naufragado y que ha caído de la unidad de la Iglesia y que si además osare manifestar de palabra o por escrito o de otra cualquiera manera externa lo que sintiere en su corazón, por lo mismo queda sujeto a las penas establecidas por el derecho.”

La alegría que produjo en el mundo católico esta definición es el resultado de una verdad anhelada por siglos y que ya era practicada por la piedad católica en muchos países, entre los cuales España era especialmente devota.

En efecto, si el amor de una madre puede dejar más limpia la ropa de su hijo, ¿qué decir entonces del amor de un Hijo, que es Dios, en relación a su Madre?

Él podía concederle el privilegio de su concepción preservada de toda mancha desde el primer instante de su ser natural, y no dejó de hacerlo en previsión de que Ella sería la su Madre, es decir, la Madre de Dios.

Tal privilegio no sólo constituye un inmenso don para Ella, que lo poseyó con mérito, sino también para todos sus hijos, los que podemos acudir confiantes a una Madre, en quien no hay nada de aquello que a todos nosotros nos mancha.

De esa alegría es que brota el deseo de todos los años de millones de católicos de caminar hasta sus Santuarios, como el de lo Vázquez, para manifestarle su cariño, sus necesidades, sus anhelos y sus esperanzas.

En el momento en que Ud. oye este programa, es probable que devotos de la Inmaculada Concepción estén arrodillados frente a una imagen de Ella, desde el más remoto oratorio del extremo norte, en la comuna de Visvíri, hasta Puerto Williams, la más austral de Chile terminando en este día 8 de diciembre, el mes consagrado a su honra, con la hermosa oración, cuyo final reza:

“En este mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y esperanzados. ¡0h María!, haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén”.

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07/12/2014 | Por | Categoría: Formación Católica
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