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La tragedia de París

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Si de las cenizas de esta terrible penitencia renace una ciudad convertida, ¿qué más podemos desear para Francia, que es y será siempre la hija Primogénita de la Iglesia?

Ayer con el nazismo, hoy con el Islam, París, la antigua capital de los Reyes Cristianísimos, la ciudad con una misión histórica en la Cristiandad es, una vez más, blanco de la barbarie.

El Prof. Plinio Corrêa de Oliveira escribió un artículo en 1941, cuando las tropas del neo-paganismo nazi, humillaban París, que parece escrito en gran parte para nuestros días, en los que la barbarie islámica siembra el caos, el miedo y la muerte en la otrora Ciudad‒Luz.

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La tragedia de París

Después de la catástrofe, un grande y sombrío silencio cayó sobre la capital francesa. Y en Brasil, han sido innumerables los corazones que no piensan sin angustia y sin amargura lo que puede estar sucediendo en esta ciudad, a la que están vinculados tantos afectos brasileños. (…)

Este no es el lugar ni el momento para intentar una crítica contra la cultura francesa. Es cierto que de Francia nos han venido muchas semillas de corrupción y de impiedad. Es lícito para nosotros, sin embargo, [señalar que] la Francia del siglo XIX, por ejemplo, no sólo produjo un monstruo como Gambetta, un impío como Renan, o actrices frívolas, como las que en las «boites» de Montmartre, escandalizaban a los viajeros del mundo entero. Produjo también un Louis Veuillot, un Ozanam, un Montalembert, un Lacordaire, y una rosa de pureza y de inocencia como Santa Teresita del Niño Jesús. Si la humanidad entera, en lugar de beber en las fuentes de talento y de santidad que nunca se estancaron en la tierra de Francia, iba a beber en los antros de la corrupción o en las obras de los apóstatas, ¿de quién es la culpa? ¿Sólo de Francia? (…)

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Se apagaron las luces de la Ciudad‒Luz. Se silenciaron las canciones joviales de un pueblo siempre alegre.

Todo esto dicho, se ve claramente que París ha cometido pecados graves y sufre un inmenso castigo. La capital de Francia, la hija primogénita de la Iglesia, ha sido durante mucho tiempo autora de un sinfín de escándalos. Ella se rodeó de luces, y fue llamada la Ciudad‒Luz. Ella se llenó de alegrías profanas, y fue llamada metrópolis mundial de la alegría. En sus museos, en sus cenáculos intelectuales, en sus galerías artísticas, no dio culto sólo a la verdad, a la belleza y al bien, sino que puso su talento al servicio del error, del mal y de la ignominia. Por esta razón, cayó sobre ella una catástrofe apocalíptica. Se apagaron las luces de la Ciudad‒Luz. Se silenciaron las canciones joviales de un pueblo siempre alegre. (…) La ruina en que está París recuerda, punto por punto, las grandes desgracias que en la narrativa del Antiguo Testamento, se abatían sobre Jerusalén cuando violaba sus deberes.

A la cabecera de esta gran agonía, ¡cuántos profetas se han acumulado! La mayoría de ellos son profetas que fingen los sentimientos de dolor de Jeremías sólo para poder más fácilmente reprochar a Francia (…). Son los lobos tomando actitudes de oveja…

Esto no será nuestra actitud. Sin embargo reconocemos, con la tristeza que los profetas reconocieron la culpabilidad de Jerusalén, que París está lejos de ser una ciudad inocente. Pero es con un corazón cargado de amargura que comentamos la desgracia en que cayó. De hecho, París tenía una misión histórica en la Cristiandad. Y su ruina debe ser llorada por nosotros como los profetas lloraron la destrucción de Jerusalén, dejando trasparecer a través del llanto las esperanzas y el deseo de una resurrección.

Si la desgracia de París fue merecida, adoremos y besemos la Mano Divina que permitió el castigo. No por eso, sin embargo, disculpemos a aquellos a los que tan grande desgracia se debe. Creer en los designios de la Providencia no es, por supuesto, justificar, excusar, o al menos mitigar toda la gravedad de la ofensa que la desgracia de París representa contra las leyes de la moral internacional.

* * *

¿A qué está reducida esta gran y tan querida ciudad, esa ciudad tanto mayor cuanto más está postrada bajo los golpes purificadores del sufrimiento? ¿Quién no ve ahí la enormidad del castigo? (…)

Pero si Dios castiga así a esta ciudad, ¡cuál es el castigo que esto significa para toda la Cristiandad! ¡La antigua capital de los Reyes Cristianísimos hoy tomada por las tropas del neopaganismo! Desde lo alto del Cielo, ¿qué dirán San Luis y Santa Juana de Arco?

En esta hora de desgracia, no maldigamos a París, no aplaudamos a los que la oprimen, no nos hagamos cómplices con los que la atormentan. Recemos por París. Si de las cenizas de esta terrible penitencia renace una ciudad convertida, ¿qué más podemos desear para Francia, que es y será siempre la hija Primogénita de la Iglesia?

Fuente: Plinio Corrêa de Oliveira

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24/11/2015 | Por | Categoría: Decadencia Occidente
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